lunes, 26 de noviembre de 2012


Autobiografía.

Era aún temprano, a pesar de la falta de lluvia durante la noche y la madrugada, hacía demasiado frío en aquella mañana. Ese día era algo especial, era mi primer día en la escuela; el lugar agradable y sobrecogedor en el cual había pasado mi etapa preescolar quedaba atrás y se transformaba en un lugar enorme; invadido por pupitres, salones, escalones y niños, muchos niños. Ya había tenido la oportunidad de conocer gran parte de la escuela, un lugar demasiado grande para mi gusto, pero esta vez iba a tener que estar totalmente solo, rodeado de muchos niños que no conocía.
El primer pensamiento que llegó a mi mente aquella mañana era que iba a estar solo, mis amigos ya no iban a estar, las dos profesoras que me habían acompañado el año anterior serían reemplazadas por otra o por otro, aún no lo sabía. Me levanté, después de un baño intenté desayunar sin lograrlo exitosamente, la incertidumbre de lo que sucedería ese día había consumido por completo mi apetito.
Salí junto a mi madre antes de las siete de la mañana, la escuela se encontraba a menos de seis cuadras  de mi casa; cuando llegamos allí el espectáculo era impresionante: una innumerable cantidad de niños, unos corrían, otros gritaban, unos pocos lloraban, madres por doquier acompañando a los niños más pequeños; como en mi caso.

Había llegado el momento, un enorme portón metálico de color marrón se comenzó a abrir lentamente, hasta que lo consiguió por completo; en ese instante la mayoría de los niños se apresuraba a entrar, otros por el contrario se negaban a la idea de desprenderse de sus madres. Yo tampoco quería alejarme de mi madre pero sabía que no era posible que regresara tomado de su mano de vuelta a casa.  De niño no se es muy consciente de todo cuanto sucede a nuestro alrededor pero ahora que lo pienso, mi madre también daba la impresión de no querer alejarse de mí, o al menos, de no dejarme solo en aquel lugar. Sin embargo, tras un momento bastante tenso, acompañado por gritos, risas y llanto de los niños que se encontraban alrededor, me despedí de mi madre y entre a la escuela.
Como les había contado antes, era un lugar enorme, o al menos esa era la impresión que me producía. Tras el portón se encontraba una cancha acompañada a sus costados por unas escaleras. Al fondo se divisaban unos juegos, un columpio, una rueda, un pasa manos; y lo infaltable, un resbaladero. Junto a una de las escaleras que hacían conjunto con la cancha se encontraba una reja, por la cual iban transitando muy lentamente los niños. Tras atravesarla, la primera impresión producida- la cancha y los juegos- se desvanecía y se transformaba en algo totalmente distinto; superficies rectangulares enormes construidas escalonadamente- una más alta que la siguiente- y comunicadas por escaleras. A los costados de cada superficie se encontraba un salón, y junto a estos, una escalera que parecía interminable y que atravesaba por completo el recinto. En el fondo del lugar, en la parte más baja se hallaba una plataforma repleta de mujeres religiosas.
La espera, luego de haber entrado parecía interminable mientras se organizaban todos los niños; cada uno debía estar frente a su salón, luego disponían a cada grupo en filas hechas de forma ascendente, a partir de la estatura de los niños. Todo este repertorio parecía no tener fin puesto que todos los grupos debían estar organizados. Cuando parecía que se había logrado un completo orden y organización de los niños en todo el recinto, se escuchó desde la plataforma situada al fondo  el surgimiento de una voz femenina, amplificada por los parlantes, que se apoderaba del lugar y hasta del aliento de los niños presentes.
Tras un corto y poco expresivo saludo de bienvenida por parte de la hermana superior, se procedió a una serie de actos, donde su sola lectura ya implicaba un largo período de tiempo, pero dentro de todos estos actos lo más “singular” fue indudablemente los que estaban destinados a la oración y al rezo. Estos dos eventos no tenían ningún tipo de importancia y mucho menos trascendencia para ninguno de los niños que nos encontrábamos en ese momento. Un momento de aparente recogimiento y reflexión prácticamente impuesto a una multitud de niños que se encontraban parados, estrictamente separados entre sí – a través de la “toma de distancia” con el brazo- y en un momento de la mañana en que el sol toma cada vez más fuerza con cada minuto que transcurría; no sería beneficioso ni productivo en ninguna medida, a menos que el objetivo fuera impacientar y crear descontento entre los niños. Sin embargo, a pesar de todo esto, era una rutina que se repetía desde mucho antes de mi ingreso en aquella escuela y que se continua realizando aún hoy en aquella escuela; escuela que ha tenido desde su conformación el inolvidable lema “fe que da la alegría, fe que da la ilusión, construimos unidos la esperanza de dios” Ese es el único fragmento que recuerdo de aquella canción repetida cada día de clase, después de terminar la oración...