Autobiografía.
Era aún temprano, a pesar de la falta de lluvia durante
la noche y la madrugada, hacía demasiado frío en aquella mañana. Ese día era
algo especial, era mi primer día en la escuela; el lugar agradable y sobrecogedor
en el cual había pasado mi etapa preescolar quedaba atrás y se transformaba en
un lugar enorme; invadido por pupitres, salones, escalones y niños, muchos
niños. Ya había tenido la oportunidad de conocer gran parte de la escuela, un
lugar demasiado grande para mi gusto, pero esta vez iba a tener que estar
totalmente solo, rodeado de muchos niños que no conocía.
El primer pensamiento que llegó a mi mente aquella mañana
era que iba a estar solo, mis amigos ya no iban a estar, las dos profesoras que
me habían acompañado el año anterior serían reemplazadas por otra o por otro,
aún no lo sabía. Me levanté, después de un baño intenté desayunar sin lograrlo
exitosamente, la incertidumbre de lo que sucedería ese día había consumido por
completo mi apetito.
Salí junto a mi madre antes de las siete de la mañana, la
escuela se encontraba a menos de seis cuadras
de mi casa; cuando llegamos allí el espectáculo era impresionante: una innumerable
cantidad de niños, unos corrían, otros gritaban, unos pocos lloraban, madres
por doquier acompañando a los niños más pequeños; como en mi caso.
Había llegado el momento, un enorme portón metálico de
color marrón se comenzó a abrir lentamente, hasta que lo consiguió por completo;
en ese instante la mayoría de los niños se apresuraba a entrar, otros por el
contrario se negaban a la idea de desprenderse de sus madres. Yo tampoco quería
alejarme de mi madre pero sabía que no era posible que regresara tomado de su
mano de vuelta a casa. De niño no se es
muy consciente de todo cuanto sucede a nuestro alrededor pero ahora que lo pienso,
mi madre también daba la impresión de no querer alejarse de mí, o al menos, de
no dejarme solo en aquel lugar. Sin embargo, tras un momento bastante tenso,
acompañado por gritos, risas y llanto de los niños que se encontraban
alrededor, me despedí de mi madre y entre a la escuela.
Como les había contado antes, era un lugar enorme, o al
menos esa era la impresión que me producía. Tras el portón se encontraba una
cancha acompañada a sus costados por unas escaleras. Al fondo se divisaban unos
juegos, un columpio, una rueda, un pasa manos; y lo infaltable, un resbaladero.
Junto a una de las escaleras que hacían conjunto con la cancha se encontraba
una reja, por la cual iban transitando muy lentamente los niños. Tras atravesarla,
la primera impresión producida- la cancha y los juegos- se desvanecía y se
transformaba en algo totalmente distinto; superficies rectangulares enormes
construidas escalonadamente- una más alta que la siguiente- y comunicadas por
escaleras. A los costados de cada superficie se encontraba un salón, y junto a
estos, una escalera que parecía interminable y que atravesaba por completo el
recinto. En el fondo del lugar, en la parte más baja se hallaba una plataforma
repleta de mujeres religiosas.
La espera, luego de haber entrado parecía interminable
mientras se organizaban todos los niños; cada uno debía estar frente a su salón,
luego disponían a cada grupo en filas hechas de forma ascendente, a partir de
la estatura de los niños. Todo este repertorio parecía no tener fin puesto que
todos los grupos debían estar organizados. Cuando parecía que se había logrado
un completo orden y organización de los niños en todo el recinto, se escuchó
desde la plataforma situada al fondo el
surgimiento de una voz femenina, amplificada por los parlantes, que se apoderaba
del lugar y hasta del aliento de los niños presentes.
Tras un corto y poco expresivo saludo de bienvenida por
parte de la hermana superior, se procedió a una serie de actos, donde su sola
lectura ya implicaba un largo período de tiempo, pero dentro de todos estos
actos lo más “singular” fue indudablemente los que estaban destinados a la oración
y al rezo. Estos dos eventos no tenían ningún tipo de importancia y mucho menos
trascendencia para ninguno de los niños que nos encontrábamos en ese momento. Un
momento de aparente recogimiento y reflexión prácticamente impuesto a una
multitud de niños que se encontraban parados, estrictamente separados entre sí –
a través de la “toma de distancia” con el brazo- y en un momento de la mañana
en que el sol toma cada vez más fuerza con cada minuto que transcurría; no sería
beneficioso ni productivo en ninguna medida, a menos que el objetivo fuera
impacientar y crear descontento entre los niños. Sin embargo, a pesar de todo
esto, era una rutina que se repetía desde mucho antes de mi ingreso en aquella
escuela y que se continua realizando aún hoy en aquella escuela; escuela que ha
tenido desde su conformación el inolvidable lema “fe que da la alegría, fe que
da la ilusión, construimos unidos la esperanza de dios” Ese es el único fragmento
que recuerdo de aquella canción repetida cada día de clase, después de terminar
la oración...